El vestido rojo
Pero en el caso de Luisa, que es la protagonista de esta historia no había sido así. Ella también había calificado a estos compañeros con esos adjetivos sin ningún remordimiento, y ahora a sus casi cuarenta años se miraba al espejo y no se reconocía.
Lo único que veía eran rollos de carne que caían unos sobre otros, y si se miraba de arriba abajo, no conseguía verse las puntas de los pies.
Pero Luisa era una mujer práctica y optimista, siempre intentaba ver el lado bueno de todo, aunque en este caso le costaba bastante conseguirlo.
Así que después de intentar múltiples y variadas formas de adelgazar sin éxito final, decidió que lo que tenía que hacer era encontrar tiendas donde vendieran ropa XXL o más.
Recorrió el centro de la ciudad, navegó por Internet y al final, casi de casualidad, dio con una “butic” especializada en tallas extra grandes, y que además tenía ropa de buen gusto. Vestidos que no eran para las abuelas, sino para una mujer de su edad y presumida como ella.
Ilusionada se probó varias prendas haciendo un montoncito donde iba poniendo lo que le gustaba.
Echó un último vistazo a la zona de los vestidos y un vestido rojo, tan rojo como la manzana de Blancanieves, llamó su atención.
Se lo probó y decidió llevárselo. A la mañana siguiente despertó ilusionada. Salió a la calle orgullosa de su vestido, pero notó miradas extrañas que la observaban,
Llegó a su oficina y al entrar su rostro se puso del mismo color que el vestido. Una docena de ojos la contemplaban asombrados. Masculló unos buenos días y fue con paso rápido hasta su mesa.
Dos minutos más tarde sonaba la línea interior del teléfono. Se acercó el auricular a la oreja, oteando cual de sus compañeros la llamaba.
En el mismo momento en que contestaba, vio a Diana con el auricular mirándola fijamente.
Al otro lado del teléfono, Diana solo dijo: “Ven al baño ¡rápido!”
Cuando Luisa llegó al servicio, Diana se acercó a ella y le dijo: “¡Hija mía, como vienes”! con gesto recriminatorio.
“¿Porqué lo dices?” le contestó Luisa asustada.
“Ese vestido es escandaloso, te marca todo guapa, y todo quiere decir ¡Todo!”
“¿No me queda bien?” preguntó Luisa con un deje de esperanza.
“Pues no, si pesaras veinte kilos menos te quedaría de maravilla, pero así...”
“¡Qué horror! Y todo el mundo mirándome. Hoy no me levanto ni para hacer pis” dijo Luisa entristecida.
Y así fue, no se levantó ni para volver al servicio, y cuando dieron las dos Diana tuvo que ir hasta su mesa y tirar de su brazo para que se levantara.
“¡Venga, vamos! Que nos están esperando en el bar.”
“Yo no voy Diana, me da mucha vergüenza.”
“¡No seas tonta! Si tampoco te queda tan mal” Mintió Diana esperando que sus palabras hicieran levantar a Luisa del asiento. El estómago le rugía como un león enjaulado.
“¿De verdad?” preguntó Luisa con un hilillo de voz.
“¡Te lo juro!” mintió Diana sin pizca de remordimiento.
Y Luisa queriendo creer la mentira de su amiga suspiró aliviada, cogió su bolso y se estiró el vestido que se le había quedado arremangado en el michelín que tenía entre los pechos y el ombligo.
Cuando llegaron al bar donde comían todos los días, los demás compañeros esperaban una mesa tomando unas cañas.
Luisa y Diana se apoyaron en el alféizar de la ventana y se pusieron a escuchar la discusión de dos de ellos que versaba sobre las peleas entre dos concursantes de un programa de la tele muy popular, pero que ninguna de las dos veía.
Luisa aburrida paseó su mirada por el bar y sus ojos se encontraron con los de Martín, uno de los camareros que atendían la barra.
La estaba mirando fijamente con cara asustada y ella desvió los suyos con rapidez.
“Diana me ha mentido” pensó con tristeza. “Martín se ha asustado cuando me ha visto con este asqueroso vestido”
Se acercó a Diana y le susurró que se marchaba, que no se encontraba bien y se iba a su casa.
Volvió en un taxi, no se atrevía a tomar el autobús o el metro y enfrentarse a otras miradas. Cuando el taxista paró en el portal de su casa, Luisa había gastado todo el paquete de pañuelos entre sonarse la nariz y limpiarse las lágrimas que rodaban en silencio por sus mejillas.
Porqué la mirada de Marín le había dolido más que todas las veces que alguien le había dicho “¿Has engordado, no?”.
Siguió llorando hasta irse a dormir y a la mañana siguiente despertó agotada pero resuelta a cambiar su figura de una vez por todas.
Llamó a la oficina y dijo que seguía enferma y cuando colgó, busco el teléfono de un dietista que le habían recomendado y consiguió cita para esa misma mañana.
Al día siguiente, cuando Diana se acercó a su mesa como siempre, a la hora de comer, le dijo que había traído la comida de su casa porque tenía que ahorrar, y así siguió haciéndolo durante dos meses más.
Cuando salía del trabajo, iba a un gimnasio cercano a su casa, donde durante cuarenta minutos sudaba al ritmo de la música que atronaba la clase de aeróbic.
Dos meses después, cuando ya se sabía de memoria la selección musical del gimnasio, empezó a alternar las clases de aeróbic con treinta minutos de aparatos.
Cuando ya se había acostumbrado a los comentarios de sus compañeros y de los vecinos que le paraban por la calle, “¡Cuánto has adelgazado! ¡Qué guapa estás!”, decidió darse un homenaje e ir a comer al bar de siempre.
“¿Dónde se habrá metido, Jacobo? Hace más de dos meses que no viene por aquí, desde el día que llevaba el vestido rojo”.
“¿Porqué no se lo preguntas a sus compañeros? Le dijo Jacobo a Martín.
“Por qué me da vergüenza, hombre. Se van a dar cuenta todos que me gusta”
“Bueno, pues lo mismo se lo dicen y vuelve a venir”.
“¡Ojala! La echo mucho de menos, aunque nunca le haya dicho nada. ¡Es tan guapa! y el último día que vino con ese vestido rojo, me quedé embobado mirándola y me pilló. Me miró asustada, seguro que pensando que porqué la miraba así una mierda de camarero”.
“¡Anda, anda, que va a pensar eso!…. ¡Pero mira, si viene por allí”
Mateo miró a la calle y pensó que su compañero estaba tonto. Venía Diana con otra chica, pero, ¡Sí era ella! ¿Pero, que le había pasado? ¡Se había quedado escuálida!
Luisa y Diana entraron charlando y se acercaron a sus compañeros. Uno de ellos les preguntó que querían. “Una caña para mí y una tónica para Luisa”.
Luisa miró a la barra y vio a Martín mirándola con cara de asombro, y ella, como aquel otro día, desvió la mirada.
Terminada la comida salieron a la barra a pagar. Cuando ella pidió la cuenta, Martín se acercó con la nota.
Luisa le miró y contempló los mismos ojos como platos. Enfadada le espetó “¿Qué pasa, qué miras?”
Y Martín, rojo como aquel infausto vestido, le preguntó: “¿Qué has hecho? Con lo guapa que estabas antes.”
Luisa le miró asombrada, dejó el dinero en el plato y salió sin decir nada.
Diana la esperaba “¡Venga que llegamos tarde!”
“Ve tu, yo tengo que hacer una cosa” Contestó Luisa.
“Pero ¿a dónde vas?
“A comprarme dos bambas de nata”.
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