El baño (continuación)
Reuben miraba el mar desde el acantilado mientras sentía como un olor penetrante inundaba sus fosas nasales. Un olor nuevo para él como casi todo lo que le ocurría desde hacía unos meses. Había descubierto cosas nuevas y todas le habían producido dolor, menos ésta última.
El viento le mecía mientras lloraba en silencio. Recordó las últimas palabras que su padre le dijo mientras se lo llevaban "Hijo se fuerte, aguanta. Tienes que vivir por mi, tienes que encontrar a tu madre y a tus hermanos"
Se limpió de un manotazo las lagrimas y murmuró "Los encontraré, papá".
Un pequeño ratón trepó por la pierna del muchacho que dio un respingo alarmado. Tenía los nervios a flor de piel, cualquier movimiento extraño hacía que su mano se dirigiera a la cintura donde llevaba escondida la pistola.
La pistola.... Le repugnaba y al tiempo la amaba. Sin ella no habría conseguido llegar hasta allí, a ese acantilado del mar Báltico, cercano al campo de Stutthof, del que había escapado la noche anterior.
Egmont Gantz tenía 19 años, cinco más que Reuben. Era un muchacho fornido, con el cabello casi blanco y grandes ojos azules, un ario por derecho propio.
Recordaba el día en que se puso el uniforme por primera vez, el orgullo de su padre al mirarle, y la tristeza en los ojos de su madre. Recordó también el ruego que le hizo cuando se despedían de él en la estación "Egmont, no seas cruel con nadie. Son seres humanos como tu, como yo..." La miró con extrañeza, pero su madre sabía de lo que hablaba, y temía por su hijo, tan rubio, tan alemán, con esa pizca de sangre judía que nadie conocía, sólo ella. La sangre de su abuela rumana.
Casi había llegado al campo, amparado por las sombras de la noche, cuando vio cerca de la alambrada un cuerpo tumbado. El vello de su cuerpo se erizó de miedo, no por lo que pudiera hacerle aquel pobre desecho, sino porque si los descubrían no sólo las consecuencias serían funestas para el prisionero, también lo serían para él por abandonar su puesto.
Se acercó con sigilo al prisionero y cuando la distancia entre ellos se acortó lo suficiente para atraparle sin ruido, pisó una rama seca y el sonido hizo que el muchacho tumbado se volviera.
Al verle sus ojos negros y enormes se abrieron cómicamente y de un salto se levantó y empezó a correr. Egmont también corrió, agachado intentando que sus compañeros del otro lado de la alambrada no le vieran.
Él era fuerte y ágil y el muchacho débil y más pequeño. Sacó su pistola y cuando le tenía al alcance de la mano saltó y de un empujón le tiró al suelo, cayendo él también, y con él su pistola.
Al incorporarse distinguió al muchacho que le apuntaba con ella, arrodillado en el suelo. Las manos le temblaban, y Egmont intentando mantener la calma le habló.
"Vamos, deja la pistola. Será peor para ti. Si la dejas ahora, puedo conseguir que no te castiguen demasiado. Sólo unos días incomunicado y luego podrás volver con tus compañeros".
El chico le miró, bajó la vista hacia la pistola y volvió a mirarle. Lo último que vio Egmont fue la sonrisa de Reuben.
El viento le mecía mientras lloraba en silencio. Recordó las últimas palabras que su padre le dijo mientras se lo llevaban "Hijo se fuerte, aguanta. Tienes que vivir por mi, tienes que encontrar a tu madre y a tus hermanos"
Se limpió de un manotazo las lagrimas y murmuró "Los encontraré, papá".
Un pequeño ratón trepó por la pierna del muchacho que dio un respingo alarmado. Tenía los nervios a flor de piel, cualquier movimiento extraño hacía que su mano se dirigiera a la cintura donde llevaba escondida la pistola.
La pistola.... Le repugnaba y al tiempo la amaba. Sin ella no habría conseguido llegar hasta allí, a ese acantilado del mar Báltico, cercano al campo de Stutthof, del que había escapado la noche anterior.
Egmont Gantz tenía 19 años, cinco más que Reuben. Era un muchacho fornido, con el cabello casi blanco y grandes ojos azules, un ario por derecho propio.
Recordaba el día en que se puso el uniforme por primera vez, el orgullo de su padre al mirarle, y la tristeza en los ojos de su madre. Recordó también el ruego que le hizo cuando se despedían de él en la estación "Egmont, no seas cruel con nadie. Son seres humanos como tu, como yo..." La miró con extrañeza, pero su madre sabía de lo que hablaba, y temía por su hijo, tan rubio, tan alemán, con esa pizca de sangre judía que nadie conocía, sólo ella. La sangre de su abuela rumana.
Casi había llegado al campo, amparado por las sombras de la noche, cuando vio cerca de la alambrada un cuerpo tumbado. El vello de su cuerpo se erizó de miedo, no por lo que pudiera hacerle aquel pobre desecho, sino porque si los descubrían no sólo las consecuencias serían funestas para el prisionero, también lo serían para él por abandonar su puesto.
Se acercó con sigilo al prisionero y cuando la distancia entre ellos se acortó lo suficiente para atraparle sin ruido, pisó una rama seca y el sonido hizo que el muchacho tumbado se volviera.
Al verle sus ojos negros y enormes se abrieron cómicamente y de un salto se levantó y empezó a correr. Egmont también corrió, agachado intentando que sus compañeros del otro lado de la alambrada no le vieran.
Él era fuerte y ágil y el muchacho débil y más pequeño. Sacó su pistola y cuando le tenía al alcance de la mano saltó y de un empujón le tiró al suelo, cayendo él también, y con él su pistola.
Al incorporarse distinguió al muchacho que le apuntaba con ella, arrodillado en el suelo. Las manos le temblaban, y Egmont intentando mantener la calma le habló.
"Vamos, deja la pistola. Será peor para ti. Si la dejas ahora, puedo conseguir que no te castiguen demasiado. Sólo unos días incomunicado y luego podrás volver con tus compañeros".
El chico le miró, bajó la vista hacia la pistola y volvió a mirarle. Lo último que vio Egmont fue la sonrisa de Reuben.
Etiquetas: Relatos
2 Comments:
mmmmm... la historia está buena. Espero el final para dar una opinión global
Y que paso despues?
Me dejaste en suspenso, andare rondando para leer la siguiente parte.
Un beso!
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